En estas fiestas de la Virgen, seguro que la Purísima tiene algo que sugerir al corazón de cada yeclano, al corazón de cada uno de sus hijos. No importa que sus hijos se acuerden de ella o hayan olvidado su santo y vivan sus fiestas desde la indiferencia, porque aunque los hijos se olviden de su Madre Inmaculada, Ella sí que no los puede olvidar.
Y precisamente, en este “Año de la fe” que estamos celebrando en toda la Iglesia, con lo que María quisiera obsequiarnos en el día de su Santo es con el don de una fe ardiente y viva. Un regalo precioso y de gran valor para nuestra vida, pero es un don que compromete y por eso muchas veces preferimos rechazar este regalo de la Virgen. Sí, rechazamos el regalo de la Virgen, que nadie se escandalice, pero sí. Preferimos amarla a nuestra manera, pero cuando ella quiere comprometernos a aceptar el don de la fe dejamos a nuestra Madre de lado.
¿Pero qué es la fe? ¿Qué es ese regalo que trae María entre sus purísimas manos? No es un sentimiento, una fe vivida a nuestro modo, una fe a la carta de la que escogemos lo que nos interesa, sino que es participar, unidos a María y a su imitación, de una vida de seguimiento del Señor en integridad, sin arrancar ninguna página del Evangelio.
Pero además, este regalo que la Virgen quiere hacernos en estas fiestas, no es un mero objeto de decoración que se recibe y se deposita en una vitrina, sino que tiene vida y por ello necesita un cuidado especial para que no se marchite y muera. Efectivamente, la fe es como una planta exótica que necesita cuidados, por ello no podemos dejar de alimentarla, por ello no podemos conformarnos con honrar a nuestra amada patrona en su día, eso sería dejar a la planta sin agua, sino que hemos de amarla todos los días del año haciendo cada vez más fuerte y más arraigada nuestra fe en María, y como no, en su divino hijo Jesucristo.
Otro problema hay que preocupa a nuestra Madre, y es el hecho de amar a la Virgen pero no a su casa. ¿Cómo puede ser eso? Sí, porque la casa de la Virgen tiene grietas, puertas estrechas que no son de nuestro agrado y por eso nos mostramos reticentes a vivir en la casa de María. ¿Y cuál es esa casa? La casa de la Virgen es la Iglesia, la casa de la Virgen es la casa del Espíritu Santo, donde se nos da a conocer el mismo Dios y su voluntad. Una Iglesia que es Santa porque en ella vive Dios, pero también pecadora porque la formamos todos nosotros, los bautizados, que con nuestros pecados salpicamos a la Iglesia y la agrietamos. Pero no por eso deja la Iglesia de llevar a Dios consigo: sólo en ella es donde quiere la Virgen darnos la fe, donde quiere que la alimentamos para que crezca, y donde Ella quiere llevarnos hasta Jesús. Por eso cada año la Purísima Concepción vuelve a congregarnos para volver ofrecernos el don de una fe que se vive en la Iglesia, que se vive junto a otros hermanos.
Amar y corresponder a nuestra Patrona es decir SÍ a su ofrecimiento; es disponernos, como ella hizo ante el anuncio del Ángel Gabriel, a dejar que nuestra vida cambie fiándonos de la palabra de Dios; es refugiarnos en las manos inmaculadas de María para que sean nuestro refugio y el camino que nos conduzca hasta Dios. Así que ojalá que en estas fiestas nos entreguemos del todo a María, sin componendas ni medias tintas; y entregarse a María es disponerse a vivir la fe en la Iglesia, participando de los sacramentos, con ardiente oración, escuchando la voz del Espíritu Santo que resuena en esa casa de María que es la Iglesia de Dios.
Pero, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar el don de la fe? ¿por qué nos rebelamos ante la voluntad de Dios que se manifiesta en los acontecimientos de nuestra vida poniendo continuamente obstáculos?
Esto sucede porque, aunque parezca ya un tópico, estamos heridos por el pecado. El pecado de nuestros primeros padres que también es el nuestro; el de querer ser nosotros como dioses, el de querer gobernar nuestra propia vida sin saber hacerlo, no llegando así a buen puerto. El pecado, y como consecuencia el egoísmo, es lo que nos aparta de Dios, lo que hace imposible o dificulta que se pueda cumplir en nosotros el plan que Dios tiene preparado.
Por eso María, la Purísima Concepción, al haber estado siempre libre de pecado ha sido la criatura que más plenamente ha colaborado con Dios, la que no ha puesto ningún obstáculo. En Ella, Dios ha podido obrar con total libertad. En ella, no ha habido ni la más mínima resistencia a la voluntad de Dios. Todo lo que la Virgen hizo, pensó y quiso reflejaba perfectamente lo que Dios quería, pues no había nada en ella que pudiera manchar o empañar esa voluntad de Dios.
Sí hermanos, el pecado existe. En esta sociedad del todo vale, del todo está bien, de la indiferencia y de la superficialidad, sigue existiendo el pecado aunque volvamos la vista hacia otro lado para no verlo. Y el pecado destruye a la persona, miremos a nuestro mundo, personas destruidas por la droga, jóvenes que viven para desinhibirse con el alcohol, una sexualidad desordenada que reduce al otro al un mero objeto del cual obtener placer, la corrupción por el dinero y el poder, los hambrientos… y todo esto por volver la mirada a otro lado para ser modernos y no reconocer la realidad de pecado en la que vivimos.
Con toda esta reflexión sobre el pecado en nosotros y en el mundo, no quisiera crear un espíritu pesimista. Al contrario, debe ser para nosotros una invitación a luchar contra el pecado y su consecuencia, que ha sido dejarnos orientados hacia nosotros mismos egoístamente. Lo que nos impide realizarnos plenamente como personas y nos hace infelices es este egoísmo. Lo que nos impide realizar bien y acorde con la voluntad de Dios nuestra misión de padres, de hijos o hermanos, de profesionales, de vecinos, de sacerdote… es este egoísmo. Lo que impide que Dios pueda actuar plenamente por medio de nosotros es que no seamos puros como la Virgen.
Si queremos cumplir bien con la misión que Dios nos tiene asignada que es nuestra vocación, hemos de trabajar por conquistar una pureza como la de María, hemos de quitar, con la ayuda de la gracia de Dios que no nos falta, toda manifestación de egoísmo. Cuanto más puros y limpios seamos más bien haremos a nuestras familias, a nuestros amigos,… y el bien no es proporcional a la cantidad de cosas que hacemos sino a la pureza con que las hacemos.
La pureza hace a la Virgen como un cristal limpísimo en el que no hay ni la más mínima mota de polvo, y por lo tanto toda la gracia, toda la luz, que recibe de Dios la traspasa y refleja totalmente. Así será la Iglesia, es decir así seremos nosotros, acogiendo y alimentando el regalo de la fe que María quiere siempre volver a hacernos, porque quiere siempre volver a darnos a Jesucristo como nos lo dio en Belén. Una Iglesia formada por hombres y mujeres débiles pero que quieren dejar pasar a través de ellos la luz de Dios para que llegue al mundo y vaya destruyendo el pecado.
Por esta razón, hoy, mirando el rostro lleno de luz de la Purísima, debemos pedir a nuestra amada patrona un corazón puro semejante al suyo, del que salga ese testimonio auténtico y veraz que nuestro mundo, aunque sin saberlo, necesita para tener una vida con sentido.