La solemnidad de la Asunción de la Stma. Virgen María a los cielos, nos invita una vez más a retomar de la mano de María Madre sin igual y con ánimo renovado, nuestro caminar al encuentro con Dios. A lo largo del año se suceden las fiestas en el calendario litúrgico, y corremos el peligro de vivirlas como algo rutinario: Navidad, Semana Santa, la Asunción… Pero hemos de buscar el sentido de todas estas fiestas que vienen continuamente a cuestionarnos sobre la autenticidad de nuestra vida cristiana, sobre nuestra fidelidad a la llamada que Dios nos hace a vivir en relación con Él, sobre el grado en que nos tomamos en serio el camino de la santidad.
Por eso siguiendo el ejemplo de la Santísima Virgen hemos de prepararnos para el encuentro con Cristo que viene continuamente a nuestra vida. En la vida de María encontramos dos momentos especiales en los que Ella “esperaba gran fiesta”, decía San Juan de Ávila. Para estas ocasiones se preparaba diligentemente cuidando el atavío, el traje de su alma que había de lucir delante del Señor. La primera de estas ocasiones fue cuando al concebir por obra del Espíritu Santo en su casto seno al Verbo Divino, esperaba con ilusión, con fe y dichosa el día en que había de salir de sus purísimas entrañas la Luz del mundo, el tierno Infante, ese día en que ella pudiera verle con sus ojos, tocarle con sus manos. Podemos imaginarnos cómo se prepararía María para este momento, cuáles serían sus pensamientos, cómo hablaría con Él, cómo sería su oración… Ella deseaba que todo en su vida fuera del agrado de Dios.
La otra gran ocasión para la cual la Santísima Virgen también preparó su atavío para tan gran fiesta, fue el tiempo al final de su vida terrenal en que se preparaba para el día en que había de salir de este mundo para subir al celestial destino que su Hijo le tenía preparado en el Cielo. Ella deseaba la unión plena con Dios, y Dios la premió al glorificarla en su Asunción a los cielos. Ninguna mujer a la hora de su boda se preparó tanto como lo hizo nuestra Señora para el día de su coronación y glorificación. Ella preparó su alma con el atavío de la humildad, la sencillez, la pureza, el amor a Dios y a los hermanos… De esta forma su alma era y es tan hermosa a los ojos de Dios, que éste se recrea en mirarla y escucharla, y por eso mismo es nuestra más grande intercesora ante el Señor, quien se complace en escuchar a su obra más sublime.
Preparemos en nuestra vida un atavío agradable al Señor. Él se nos da en la Santa Misa, derrama sobre nosotros su Espíritu y se hace presente de mil maneras en el acontecer diario. Quiere que como María, le entreguemos sin reservas hasta el último rincón de nuestra vida, porque no sólo se conforma con acomodarse en el corazón donde su amor nos sella, sino que quiere que nos encendamos en el fuego de la caridad, del servicio, de la humildad, la penitencia… Solo así podremos prepararnos para un encuentro total con Cristo, que comienza a darse ya en esta vida y que se completará con nuestro tránsito al cielo, a la casa del Padre y de la Madre, donde María, nuestra gran valedora nos espera. No podemos ofrecer a nuestro Señor mejor atavío que una vida de entrega, una vida que a los ojos de nuestra sociedad es necedad y pérdida porque no se comprende la dinámica del amor, una vida en la que, pese a nuestros pecados y debilidades, no dejamos de ponernos en pie, acogiéndonos a la misericordia de Dios, y confiando en nuestra Madre María que nos auxilia en nuestras dificultades, sufrimientos y contrariedades. Hemos de hacer nuestras las palabras que la Virgen de Guadalupe dirigió en su aflicción al recién convertido indio San Juan Diego: “¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?”
¡María, que nuestra vida sea verdaderamente un canto al amor de Dios, que no seamos tibios, que no te sigamos a medias sino que en el camino del seguimiento de tu Hijo vayamos a por todas! Si nos decidimos así, la gracia no nos va a faltar porque el abandonarse confiadamente en el cruce de los brazos de María siempre es fuente de alegría, aunque conlleve renuncias e ir dejando cosas puramente mundanas que no nos ayudan en este seguimiento serio de la voluntad de Dios. En el árbol de nuestra vida hay que podar muchas ramas que desvían el crecimiento del árbol, que le impiden crecer sanamente y dar fruto. Por eso hay que ir cortando de nuestra alma muchos pensamientos y deseos que, aunque no sean pecados, son aspiraciones y deleites puramente terrenales, son tierra que pesa en los bolsillos y que no nos permite volar para ser llevados al cielo como María. Todo esto necesita ser podado para que crezcan los verdaderos deseos del encuentro con Dios que es el verdadero goce, para que nuestra vida comience a hablar ya aquí en la tierra de la Jerusalén celeste. Así, de la misma forma que María preparó cuidadosamente su subida al cielo, nosotros preparemos también con la ayuda de Dios nuestra subida a la celestial vida.
Terminamos haciendo referencia a unas palabras de San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars: “El hombre había sido creado para el cielo. El demonio rompió la escalera que conducía a él. Nuestro Señor, por su pasión, ha construido otra para nosotros. La santísima Virgen está en lo alto de la escalera y la sostiene con sus manos.” ¡Qué bien resumen estas sencillas palabras la obra de la redención! Cristo es el puente que permite al hombre saltar el abismo que nos separa de Dios, ha construido esa nueva escalera que nos permite subir al cielo, y además llevó a su santísima Madre al cielo, para que desde lo alto sostuviera la escalera por la que han de subir sus hijos. Así ella es la portera del cielo, y de igual forma que no se entra en un edificio sin hablar con el portero, hemos de encomendarnos a ella, que es “Puerta del Cielo” para llegar a lo alto de la escalera, para llegar al cielo.
Santa María Puerta del Cielo. Ruega por nosotros.