Así habló el Señor a sus Discípulos el día de la Ascensión anunciándoles lo que ocurriría días después, el Domingo de Pentecostés.
Pentecostés era para los judíos el día grande de fin de fiesta de la Pascua. Se celebraba la promulgación de la Ley (los Diez Mandamientos) en el Monte Sinaí y la ofrenda a Dios de los primeros frutos de la cosecha.
Para nosotros los cristianos, también la fiesta de Pentecostés es la fiesta de los primeros frutos. En primer lugar están los discípulos del Cenáculo, los que recibieron el Espíritu Santo y quedaron transformados en testigos cualificados de Jesús muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación; en segundo lugar los primeros conversos a la fe, unos tres mil, una vez que escucharon el testimonio de San Pedro y la llamada que éste les hizo al arrepentimiento y a hacerse bautizar para recibir también el Espíritu Santo. Y a partir de ese momento todos los miembros de la Iglesia que a lo largo de la historia y por toda la geografía mundial hemos tenido la suerte de encontrarnos con Jesucristo por medio de la predicación del Evangelio. Es también el día de la promulgación de la Nueva Ley que ya no está escrita en tablas de piedra sino en el corazón de los creyentes por medio del fuego del Amor Divino.
Pentecostés es la culminación de la Pascua, lo que hace posible que la resurrección del Señor nos toque de lleno y nos beneficie al recibir el Espíritu Santo y llenarnos de Dios: de su fuerza, de su amor, de su vida, de su santidad… Pentecostés hace posible que también nosotros pasemos de la muerte a la vida, del pecado a la unión con Dios, de la tierra al cielo. Pentecostés hace posible que tengamos la experiencia del poder divino para transformar a las personas.
Aquellos primeros discípulos pasaron de la cobardía a la valentía, del miedo al coraje, del temor a la fuerza, y todo eso fue posible porque se fiaron de Jesús y esperaron. No tuvieron que hacer otra cosa más que quedarse en Jerusalén y permanecer unidos en oración con María, la Madre de Jesús.
Hoy acontece de la misma manera. Si queremos experimentar la fuerza de Dios capaz de transformarnos el camino es el mismo: permanecer en Jerusalén, que es la Iglesia y estar en permanente oración con la Virgen María.
Muchos cristianos no reciben la fuerza divina para ser testigos verdaderos de Cristo porque no permanecen en la Iglesia. Van a ella de vez en cuando, pero no permanecen y, además, tampoco están fielmente unidos a María, nuestra Madre. La miran, la admiran incluso, pero no están junto a ella. Muchos quieren ser “cristianos” por libre y al final no son nada.
Pido al Señor que esta fiesta de Pentecostés nos alcance a todos para que convertidos a Dios podamos ser testigos de su amor a los hombres en cualquier situación de nuestra vida.
¡Feliz fiesta de Pentecostés!
José Antonio Abellán