El signo de la cruz expresa sufrimiento, dolor y muerte. ¿Por qué entonces se ha convertido para nosotros en signo de salvación, de gloria, incluso hasta de alegría? Es el misterio de la cruz que es el misterio del amor de Dios. La Cruz es el árbol por el que se nos ha devuelto la vida: en ella, con la muerte de Cristo, se han pagado nuestros pecados, se nos ha abierto el camino de la vida eterna, el camino para ser santos. Por eso la cruz y el sufrimiento son para nosotros camino de santidad, de configuración con Jesucristo, y por lo tanto de sentido de la vida y alegría, porque el hombre sólo puede ser feliz en la medida en la que se configura con la voluntad del Padre, en la medida en la que está en camino hacia la santidad a que Dios le llama.
Esta teoría nos puede parecer correcta y afirmamos profesarla como parte de nuestra fe. Ahora bien, cuando en la vida personal la voluntad del Dios pasa por la cruz y el sufrimiento, por la enfermedad, la precariedad económica, o simplemente humillaciones que recibimos al ver frustrados nuestros planes… se nos hace cuesta arriba, y frecuentemente renegamos del plan de Dios que en ese momento pasa por la cruz. Esto se debe a que contemplamos los acontecimientos de nuestra vida con mentalidad mundana, la cual nos enseña que el sufrimiento es malo, que hay que huir de él y si no se puede evitar es preferible esconderlo: de ahí el apartar la vista de los que sufren, de los pobres, los enfermos terminales, los ancianos que se marginan de las familias…
Pero ¿hemos pensado que puede que nos convenga la situación de sufrimiento por la que atravesamos? El santo Job, ante la insistencia de su mujer a que renegara de Dios por los males que sufría dice: “si aceptamos de Dios los bienes, ¿por qué no vamos a aceptar también los males?”. Y, ¿por qué causa habríamos de aceptarlos? A esta pregunta nos puede responder la Madre Teresa de Calcuta: “Nuestros sufrimientos son caricias bondadosas de Dios, llamándonos para que nos volvamos a Él, y para hacernos reconocer que no somos nosotros los que controlamos nuestras vidas, sino que es Dios quien tiene el control, y podemos confiar plenamente en Él”. Esta postura es la que mira los acontecimientos de la vida con los ojos de la fe, que ve en el sufrimiento a Dios que por amor mendiga nuestra atención para lograr nuestra conversión y santidad.
Nos hace falta la cruz para darnos cuenta de lo necesitados que estamos de Dios y no caer en el error de la autosuficiencia. Quizás necesitemos esa situación para percatarnos de la necesidad de “desasirnos” de las cosas del mundo como decía Santa Teresa de Jesús, del dinero, los afectos, modas… y así como Abraham poder dejar nuestra tierra, nuestros criterios y proyectos, para entrar en el proyecto de amor que Dios tiene preparado para cada uno de nosotros para hacernos santos y dichosos en medio de nuestras circunstancias particulares.
El mismo Cristo dice: “el que quiera seguirme que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz de cada día y me siga” (Mt 16,24). Negarse a sí mismo es el desasimiento de Sta. Teresa que hemos de llevarlo a las cosas pequeñas de cada día: dejar lo mejor y lo primero para los demás y lo último para mí, sonreír y ser pacientes con el que nos es molesto… En esto también se manifiesta la cruz porque nos cuesta, pero también así en nuestra vida ordinaria, en el trabajo, el estudio, el hogar y la familia, se encuentra nuestra santificación.
Hermanos hemos de cargar sin miedo nuestra cruz de cada día, besar de corazón la Cruz. No ganamos nada con huir porque por mucho que corramos ella nos sigue y aplasta. Pero si la llevamos siguiendo a Jesús, descubrimos que Él nos ayuda a llevarla. Cristo es nuestro Cirineo. Y esto nos debe de recordar que estamos llamados a cargar con la cruz del prójimo, y descubriremos una maravillosa forma de olvidarnos de la nuestra.
La Cruz de Cristo es la que abre a los hombres las puertas del Paraíso, y el Cirineo, aunque sin pretenderlo, le ha ayudado a Jesús a abrir esas puertas. Por eso llevar nuestra cruz siguiendo a Cristo no es en vano, sino que uniéndonos a Él y ofreciendo nuestros sufrimientos, ayudamos también nosotros a Jesús a abrir las puertas del cielo para muchos de nuestros hermanos. Esos son los frutos del sufrimiento del cristiano, del que carga con su cruz y sigue a su Maestro: frutos de vida eterna, para sí y para los demás. Porque el que está en camino hacia la santidad arrastra a otros tras de sí.